Hace años, cuando estudiaba la carrera de piano, compartí piso con varios compañeros. Éramos 5 músicos: 3 pianistas (cada uno con su piano en el piso; y sí, casi siempre estudiando los 3 a la vez), una violinista y un compositor. Recuerdo ese piso y esos compañeros con un cariño enorme. Éramos personas muy diferentes entre sí, de las 5 esquinas del mapa, y sin embargo había algo que nos unía: la música. Todos nos dedicábamos a ella en cuerpo y alma. Nuestras vivencias eran parecidas, sufríamos la presión del estudio diario, las audiciones, conciertos… Nos llevábamos muy bien y nos reíamos muchísimo. Éramos como una pequeña familia. Cada uno con sus cosas, sus particularidades, pero reinaba un gran afecto y respeto.
Por aquel entonces casi todo lo que escuchábamos era música clásica, contemporánea (mal llamada culta -me da repelús llamarla así, otro día abordaremos este tema) y jazz, que eran las disciplinas que se estudiaban en nuestro conservatorio. Dedicábamos todas nuestras horas a ello. Y fuera de eso, lo poco que escuchábamos era más jazz en algunos garitos donostiarras y la música comercial que ponían en las discotecas a las que solíamos ir.
No se me borra de la memoria una anécdota. Una noche estábamos cenando, y comenzamos a hablar de música. J era un fanático de Madonna. Tenía toda su discografía y la idolatraba. De hecho en el piso ya nos sabíamos varias coreografías con música de la cantante que él de vez en cuando nos enseñaba mientras cocinábamos. Esa noche comenzó a hablar de ella.
Y de repente, M., un apasionado del metal, comenzó a compararla con la música heavy. Y las comparaciones son odiosas. Cada uno empezó a defender “su” música ofendiendo a la del otro. Evidentemente había confianza, y para las espectadoras que escuchábamos y no interveníamos, nos resultaba hasta cómico. Cómo, del cero al cien, se habían encendido, colocándose cada uno en su trinchera musical y atacando al enemigo.
Resulta que J. y M. acabaron enfadadísimos. El otro no reconocía lo maravillosa que era la música del uno, y viceversa. No sólo eso, además la despreciaba.
Tranquilos que la historia de mis queridos compañeros J. y M. no llegó a más. El piso de estudiantes tuvo final feliz y todos comimos perdices.
Esta historia me sirve para abordar lo siguiente: ¿Por qué nos gusta la música que nos gusta? ¿Por qué nos la tomamos como algo personal?
El gusto no es algo objetivo ni algo que aparentemente se pueda medir ni analizar sus causas. Pero sí existen ciertos parámetros que determinan por qué nos gusta algo.
Los gustos, según el libro La distinción. Criterio y bases sociales del gusto (1979), son una serie de asociaciones simbólicas que usamos para distinguirnos de alguien a quien consideramos inferior o para aspirar al estatus que creemos merecer. Es una manera de diferenciarnos de los demás. Sin embargo, creo que esta visión es algo errónea.
Firmemente creo que el gusto es algo que nace y que por una u otra causa, nos lleva a elegir opciones en la vida (en este caso musicales). Lo que pasa es que muchas veces se utiliza el gusto como mecanismo para destacarse o desmarcarse de otras personas, otras tendencias, otras creencias. Muchas veces, por eso, no nos sentimos libres de “sacar del armario” a nuestros gustos; y entonces vamos como ovejas a escuchar los mismos grupos, a los mismos festivales, a los mismos conciertos todos en manada, o calentamos butacas de auditorios para dejarnos ver y hacer vida social (y luego vemos cómo algunos cabecean), o ponemos la radio y escuchamos la música que otros deciden que tiene que estar de moda…
Y otras veces, aunque sí saquemos del armario a nuestro gusto musical, necesitamos que los demás corroboren que nuestro gusto es mejor, o que tenga esa estúpida aceptación social. Y para gustos, colores. Digo… estilos musicales.
La música que tú escuchas debe ser la que te hace vibrar. Olvídate de lo demás. Porque es la que te acompañará, la que te sanará, la que te dará buenos momentos. A ti. A nadie más.
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